lunes, 12 de noviembre de 2007

El cielo existe, está en Munich

"Había escuchado mucho sobre la fiesta madre de la cerveza, el Oktoberfest, y como buen amigo de las burbujas con sabor a malta añoraba con llegar a semejante paraíso alguna vez". Y el sueño de mi amigo el borracho se hizo realidad en octubre del 2005.
Estábamos con unos amigos en Alemania con la excusa de aprender un nuevo idioma. Ese fin de semana no teníamos nada programado hasta que alguien sugirió ir a München a la popular fiesta de la cerveza. Al día siguiente salimos con tres amigos en auto, era viernes y nos advirtieron que la ciudad iba a estar colmada de gente, no nos importó mucho.
Casi llegando a la ciudad empezamos a llamar a los hoteles, la respuesta era siempre la misma, ni una habitación disponible. Buscamos hasta las dos de la mañana, parando en cada lugar parecido a un hotel, pero no conseguimos. Y claro, ahí nos enteramos que cada año pasan por el Oktoberfest unas 3 millones de personas de todo el mundo. Fue la primera vez que dormí en un auto. Gracias a Dios éramos sólo cuatro!
Al día siguiente partimos a la fiesta. Caminando por la ciudad empezamos a ver gente disfrazada. Los hombres con pantaloncitos de gamuza con tiradores, camisas, zapatones y el típico sombrerito verde alemán. Las mujeres con vestidos escotadísimos y trenzas. Nos enteramos que era la vestimenta de la zona de Baviera, en la que se encuentra Munich.
Y esquivando bavieros, llegamos al cielo. La fiesta, que dura dos semanas, se hace en un predio demasiado grande como para recorrerlo en un día entero. Adentro están las carpas cerveceras rodeadas por puestos de comida y regalos, además de un parque de diversiones muy grande, en donde se entretienen los menores(y los ya borrachos) mientras los mayores toman cerveza. Pero la diversión real está adentro de las carpas, en las que hay que hacer cola para entrar. Son alrededor de catorce y adentro caben sentadas entre 1.000 y 9.000 personas dependiendo el tamaño. Adentro están las mesas, largas tablas de madera con sus respectivos bancos en donde uno se amontona con desconocidos que pasan a ser amigos después de la primer cerveza. Simple, cada jarra de vidrio tiene un litro de cerveza y no existe contenedor menor, por lo tanto: no queda otra que tomar. También se puede comer platos típicos, mucho cerdo y cordero con papas, además de las infaltables salchichas de todo tamaño, color y sabor. Las mesas están atendidas por bavieras y en el medio hay un escenario en donde las bandas tocan música folklórica. La gente se sube a los bancos para bailar, sin perder la jarra de vista, porque cada vez que termina un tema hay que brindar al grito de Proust, una especie de chín-chín alemán. Y guarda con los dedos, la meta es no perderlos en medio de un eufórico Proust, la estrategia es agarrar la jarra de la manija, nunca rodearla con la mano.
Y esa es la idea de la fiesta, tomar, comer, bailar y cantar con desconocidos ampliamente borrachos devenidos en grandes amigos, hombres y mujeres de todas las edades, familias enteras que lo hacen desde las nueve de la mañana hasta que el cuerpo pide basta. Los alemanes tendrán sangre fría, pero con la cerveza, créanme que se calienta.”

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